Hace más de una semana desde que me marché de la frontera entre Polonia y Ucrania. Tanto por la rapidez de los sucesos como por la falta servicios de internet en la zona, apenas he compartido mi trabajo y mis experiencias allí. De hecho, ya de vuelta en casa, tampoco he tenido demasiada oportunidad de reparar en lo vivido durante esos días.
Ahora que pienso en ello tengo la sensación de estar observando un paisaje abatido por una tormenta hace solo unos minutos. Pero, en realidad, la tormenta ha ocurrido, está ocurriendo en otro sitio. La tormenta también ha tenido lugar en mi interior, y ahora siento el vacío taladrante tras la vorágine.
Un paisaje en cierto modo tan cercano que por momentos crees estar aún allí, atravesarlo, fotografiar a esas personas envueltas por la bruma y el frío del Este… Pero enseguida parece todo tan lejano, todo parece haber sucedido hace tanto tiempo, quizá incluso en otro tiempo, que temes comenzar a olvidar los detalles.
Cuando pienso en el centro de refugiados de Przemyśl, sureste de Polonia, veo pequeños tornados disfrazados de voluntarios, y yo era uno de ellos. Durante mis primeros tres días allí jamás dejamos de movernos.
Yo, que había llegado en calidad de fotorreportero, me convertí en menos de una hora en uno de los tantos ciudadanos del mundo que recibían a los refugiados ucranianos provenientes del paso fronterizo, distante a unos cinco kilómetros, en aquel centro comercial devenido hogar transitorio de miles y miles de personas que huían de la guerra.
Antes de hacer la primera foto había cargado niños pequeños, maletas, jaulas de perros y gatos, y había ayudado a descargar un camión de pallets que luego usaríamos para hacer bancos, estantes y fuego.
Las primeras horas en aquel lugar coincidieron con la madrugada. Al principio intenté contabilizar los refugiados que llegaban; calculaba unas 50-55 personas por cada autobús. En las primeras cuatro horas recibimos 24 buses.
Recuerdo que apenas sentía el cansancio. Habían transcurrido 32 horas desde mi salida de Miami. Para llegar allí había abordado dos aviones, uno hasta Frankfurt, Alemania, y otro hasta la ciudad polaca de Katowice; luego había tenido que manejar otras cuatro horas hasta el centro de Przemyśl.
No fue hasta el amanecer cuando me obligué a dormir un poco, al menos debía intentarlo. Y lo hice en el asiento trasero del auto (rentado) porque el único hotel donde había conseguido reservar una habitación quedaba todavía a hora y media de viaje.
Ya las 9:00 a.m. estaba nuevamente en pie, cámara en mano, observando por primera vez aquel sitio a luz del día, sin lograr decidir qué deseaba más, una ducha o un café. La ducha tuvo que esperar, pero café encontré muy pronto, italiano, en uno de los tantos camiones con carpas que habían llegado para brindar ayuda.
Antes hice algunas fotos. Nevaba. Había pasado mi primera noche y comenzaba a vivir el día uno de mi viaje a la frontera del conflicto desatado por el Kremlin en las primeras horas del 24 de febrero. No sabía que 48 horas después estaría cruzando la frontera rumbo a la ciudad ucraniana de Lviv en una caravana que transportaba medicinas… Pero esa es otra historia.
Seguía nevando. Era buena noticia porque el frío dejaba quitarse los guantes, y podría manipular mejor la cámara fotográfica. No había que desaprovechar la oportunidad, pero en eso llegó otro autobús.
Entonces apuré mi café, y me fui a bajar los equipajes.