Los autos enfilan hacia la frontera con Ucrania. Sus conductores van en busca de nuevos refugiados o regresan tras dejar a salvo a algún familiar. O bien transportan alimentos y medicinas para los recién llegados al puesto fronterizo de Medyka, una de las principales puertas de entrada a Polonia.
Son más de dos millones los ucranianos desplazados a países cercanos —sobre todo, Polonia, aunque también Moldova, Hungría, Eslovaquia y Rumania— desde que Vladimir Putin decretó, en la madrugada del 24 de febrero, la última invasión rusa al territorio vecino.
A Medyka llegan mujeres, niños y ancianos. La gran mayoría de los hombres adultos, entre 18 y 60 años, son obligados a permanecer en tierras ucranianas para defender un país que en apenas dos semanas ya sufrido —más allá de los «objetivos militares» declarados al inicio de esta «operación especial» del Kremlin— el bombardeo indiscriminado de las baterías de misiles y los aviones rusos, el avance de los tanques y los camiones identificados con una «Z» prematuramente victoriosa, la ocupación nada relampagueante —bastante más lenta y trabajosa que lo esperado en los salones moscovitas— de los efectivos invasores.
Hay siempre un compás de espera en Medyka. Unos pocos instantes en el limbo más puro. Se supone que el infierno es Kiev, Odesa, Jarkov… Pero, ¿qué viene ahora? ¿Durante cuánto tiempo se extenderá el futuro inmediato en ese no lugar a donde irremediable va a dar con sus huesos y los huesos de sus hijos el refugiado?
Esta mujer aguarda a que sus parientes completen sus trámites y se unan a ella para continuar, probablemente en un autobús, hacia la cercana Przemyśl, o en tren hacia otro punto de Polonia, o adonde la buena voluntad de algún conductor solidario los lleve…
Przemyśl, a unos 14 kilómetros de la línea fronteriza, es una de las ciudades más antiguas del sudeste de Polonia. Ha sido históricamente el hogar de polacos, ucranianos, rutenos, etc.
Ha sido ocupada por rusos, austrohúngaros, alemanes…; ha sido una plaza sitiada por los ejércitos del Zar en 1914 y 1915; ha sido foco de una región en disputa durante las consecutivas guerras polaco-ucraniana y polaco-soviética, entre 1918 y 1921; ha sido un lugar de acogida (como ahora), y también ha sido abandonada por miles de sus habitantes, según dictara la baja o la pleamar de la Historia.
Ha sido el balcón para mirar, desde las tierras fértiles del Vístula, al Este profundísimo de los «rusos pequeños» (que ahora llegan en busca de refugio) y, sobre todo, de esos grandes rusos (que ahora empujan otra vez desde el lado opuesto de la pobre Ucrania, «región fronteriza»).
Przemyśl hay un centro de refugiados, y hay varios restaurantes que hacen más de siete mil comidas diarias para los que llegan, raciones calientes de diferentes estilos porque todo el mundo no come lo mismo, y hay chicos de Valencia y Barcelona, y de Argentina y de Francia, y de muchas otras partes del mundo, que han venido para colaborar en lo que puedan: han traído mantas y ropas y juguetes (como los peluches que abrazan esta tarde unas pequeñas) y chocolatinas y otras «chuches» para que los niños sigan venciendo a la guerra del modo infalible en que los niños suelen hacerlo, y algunos de esos jóvenes pueden ser parte de una organización que fleta buses hacia otros puntos del continente, hacia sus urbes europeas occidentales que solo miran temerosas y paralizadas y no dejan de parlotear sobre el conflicto ruso-ucraniano, y algunos de esos muchachos aseguran que han venido solos, o con sus amigos, hasta Medyka o hasta Przemyśl, diríase que hasta los mismísimos confines de la antigua URSS, hasta la vieja Línea Curzon, para llevarse consigo, a Barcelona, digamos por ejemplo, a alguna familia de ucranianos que ahora huye, tristísima, de la muerte y la destrucción.
Los voluntarios elevan las carpas. Las carpas tienen calefacción. Mucha gente trae ropa, abrigos. Hay pequeñas montañas de ropa. Más juguetes. Coches para bebés. Se han visto carritos de la compra llenos de pañales dejados por ciudadanos polacos en la propia estación de tren de Przemyśl.
Hay quien traduce y ofrece indicaciones mientras ayuda a bajar de los autobuses a las mujeres y los ancianos, mientras carga los equipajes de ciudadanos ucranianos que acaso ya han perdido todo lo que no trajeron consigo.
¿Y los hombres de la familia? ¿Los padres, los esposos, los hermanos…?
Hace mucho frío aún en estas fechas. Y el fuego de la guerra no adelanta precisamente la llegada de la primavera.
El cielo está tapiado de gris. Hacia el este persiste una lluvia flamígera, terrible… Los ucranianos vienen en busca de un cielo protector.
Teresa K. es una vieja cantante polaca que entona su mejor español para nosotros. Ha refugiado a siete personas en su casa, incluido un bebé de seis meses. Teresa K. divaga o avanza en círculos, se desvía y encalla (no en este corte de video), y sigue hablando en español y al final canta… como quien rema, con sus nuevos amigos, para alejarse del caos de la guerra, a través del cercano río San hacia el Vístula… y luego, de alguna manera, más allá, cada vez más lejos de la guerra…