Lviv: Antes de que llegue la guerra

Texto y fotos: Alejandro Taquechel

I

Quisiera decir que siempre supe que entraría en Ucrania, pero honestamente no fue algo ni remotamente probable hasta el propio momento que crucé aquella frontera luego de casi dos horas de espera. Me había unido a otros que también tenían como plan ir a la ciudad de Lviv o Leópolis (oeste del país), pero que como yo no tenían una manera segura de hacerlo. Pasamos la noche antes del viaje en un hotel a unas 80 millas de la frontera polaco-ucraniana. Todos los hoteles de la zona limítrofe estaban completamente reservados. Durante mi estancia en Polonia, debido al flujo constante de refugiados, y también de voluntarios llegados desde muchas partes del mundo, a menudo era imposible encontrar alojamiento, incluso mucho más lejos de la frontera. Ocurría que llegabas a un hotel donde previamente habías reservado y encontrabas que estaba sobrevendido; no tenían habitación para ofrecerte y debías seguir hacia el próximo a ver si tenías más suerte.

El día del cruce nos despertamos a las cuatro de la mañana. Mi teléfono marcaba menos cuatro grados de temperatura, menos frío que en días anteriores. El primer golpe de realidad llegó mientras nos preparábamos: frente a mí dos colegas se ponían chalecos antibalas. Fue una sensación extraña viajar con gente que usaba esos chalecos mientras yo llevaba encima apenas abrigo de nylon y una mochila. Creo que intenté convencerme de que a fin de cuentas yo era cubano y mis colegas canadienses de alguna manera estaban acostumbrados, en general, a una vida siempre más a salvo. Como si ser cubano te diera una capa extra en la piel, o como si las experiencias de vida pudieran cumplir la función del poliparafenileno tereftalamida de aquellos chalecos. De modo que casi llegué a convencerme de que en ningún caso necesitaba aquella protección añadida, y afortunadamente así fue. Por otra parte, es cierto que fueron apenas siete los minutos que me apartaron de atestiguar un bombardeo aéreo ese día.

Revisé mi mochila por enésima vez. Todo estaba en orden: cámaras, baterías, linternas, kit de primeros auxilios, una muda extra de ropa y algunos chocolates polacos.

Había conseguido un auto al llegar a Polonia, en la ciudad de Katowice. Pero no podíamos utilizarlo para cruzar la frontera justamente porque era un auto rentado. Como no teníamos transporte para viajar dentro de Ucrania, decidimos pasar la frontera a pie y continuar luego en el primer vehículo disponible que fuera rumbo a Lviv. Entramos en un mercado a unos metros del cruce fronterizo para abastecernos de agua y aproveché para comprar más baterías, algunas linternas, barras de proteínas y unos cuantos pares de guantes extras para donarlos en cuanto tuviera oportunidad.

Justo saliendo del allí uno de los voluntarios con quienes llevaba días trabajando en el centro de refugiados de Przemyśl nos dijo que una caravana de norteamericanos estaba a punto de cruzar la frontera, y que tenían espacio para llevarnos. Ya casi entraban en la zona de chequeo, solo por detrás de dos o tres autos en aquella línea que a esa hora de la mañana tenía más de medio kilómetro de largo. Nos acercamos al cuarto Van (eran cinco en total) y le preguntamos a la conductora —una muchacha de unos 25 años que, según me contó después, vivía en Colorado— si nos permitía viajar con ella. Explicó que no era su decisión, pero dijo que lo consultaría, y se comunicó con alguien a través de su walkie-talkie. Enseguida apareció un tipo que se parecía a Doug Clifford, el baterista de Creedence cuando era joven, y nos preguntó quiénes éramos con acento sureño y sonrisa californiana.

Hacía el viaje junto a otros dos colegas, canadienses. Un muchacho que hacía su primer trabajo como periodista y había sido enviado por un periódico de Toronto y una influencer con ascendencia ucraniana cuya misión era recaudar dinero para los refugiados y había decidido hacerlo desde más cerca. Una vez que nos presentamos ante el jefe de la caravana, y luego de un cuasi interrogatorio bastante incómodo, pero entendible dadas las circunstancias, este nos explicó que llevaban donaciones de comida y medicina, entre otras cosas. Automáticamente se arrepintió de haber agregado «entre otras cosas», y nos pidió que fuéramos discretos y que en lo adelante no mencionáramos muchos detalles sobre ellos o sobre el contenido de los cinco vehículos.

Parecían buenas personas, pero había mucha paranoia. Nos preguntaban cosas aleatorias: nuestras creencias políticas o religiosas, etcétera. Nos pidieron revisar nuestras redes sociales; imagino que para ver cómo pensábamos. Mi acento al hablar inglés les llamó la atención y me preguntaron de dónde era originalmente. Para bajar un tanto la tensión y para evitarme la inminente explicación de cubano, pero vivo en Estados Unidos y aunque mi Instagram está lleno de fotos de Lenin, Stalin y cuanta mierda soviética existe no tengo nada que ver con el gobierno ruso ni siento ningún tipo de admiración por el comunismo o cualquier rezago actual de ese sistema, opté por decirles que era natural de Haití… Y todos rieron un tanto confundidos, pero no volvieron a tocar el tema; tal vez por temor a cometer alguna indiscreción que atentara contra lo políticamente correcto.

Una vez dentro del van número 4 (me gustaba que fuera el van 4; el número 4 siempre me da suerte, me hace pensar en mi abuelo materno y en Santa Bárbara), nos pidieron documentos antes de entrar en territorio ucraniano. Un oficial nos recogió los pasaportes y nos pidió que abriéramos la puerta trasera y una de las puertas laterales del van. A mi lado había una montaña de ropa y de accesorios militares; cintos, chalecos de esos sin mangas y llenos de bolsillos, botas, cascos, etc.

Los oficiales ucranianos eran amables y sonreían. He cruzado algunas fronteras y nunca vi oficiales tan agradables como estos. También noté vulnerabilidad. Lucían cansados, y quizá cuando sonreían había tristeza en ellos. En un par de ocasiones, mientras revisaban las cosas que llevábamos, nos miraron con rostros de complicidad y agradecimiento. Era increíble. Muchas de aquellas cosas habrían sido prohibidas en cualquier otra línea fronteriza del mundo.

El viaje hasta Lviv desde el paso fronterizo de Medyka solía durar unas dos horas en época de paz. Un Uber podía costar entre diez y 15 dólares. Recorreríamos ese camino en el doble de tiempo debido a las pésimas condiciones de las carreteras y los innumerables puntos de control militares.

Una vez dejas la frontera, el paisaje empieza a mudar considerablemente. O eso me pareció. Ya estábamos en la zona de no retorno, y eso de algún modo me daba tranquilidad.

Admiré la arquitectura de aquel primer pueblo ucraniano, donde alternaban iglesias ortodoxas doradas, graneros de madera y estructuras metálicas. Habíamos vencido la primera parte de nuestro viaje; todo consistía en seguir hacia adelante.

II

En cada bache sentía detrás de mí un sonido metálico muy estridente que al principio no pude descifrar. Luego supe que se trataba de balas saltando dentro de sus cajas metálicas.

Tras de dejar atrás varios pueblos bastante parecidos comenzaron los puntos de control del ejército ucraniano. Lo primero que notas en esos retenes es la presencia de civiles armados. No es lo mismo cuando ves personal uniformado, tropas regulares, que cuando te encuentras personas que visten ropa común y portan una AK-47 como si se tratara de una cámara fotográfica. En cada puesto nos pedían no tomar fotografías; nos preguntaban de dónde veníamos y chequeaban nuestros pasaportes; algunas veces revisaban nuestra carga, e invariablemente nos permitían continuar la ruta.

Habíamos prometido ir junto a la caravana hasta el final de su recorrido para ayudar en la descarga de las donaciones, o en cualquier otra cosa. Traté de saber más sobre estos muchachos. Supe que eran amigos y que habían recaudado dinero para viajar a Europa; habían comprado aquellos autos usados y los donarían al ejército ucraniano. Se había encargado de la coordinación el chofer de uno de los Van —a quien pregunté su nombre y me respondió, tímidamente: «Mejor no»— mediante una iglesia a la que pertenecían algunos de ellos.

En realidad, fueron muy incisivos al pedir información sobre nosotros. Al mismo evitaron dar detalles sobre su misión. De hecho, pedí entrevistarlos en algún punto del viaje, o en otra ocasión, dije, ya de regreso en Polonia, y ellos se negaron instantáneamente.

Los puntos de control no eran más que barricadas en medio de la carretera compuestas por sacos de arena y piezas de metal en forma de yaquis. Gran parte del viaje se hace atravesando una zona boscosa. En cada parada descubrías hombres armados entre los árboles y los matorrales. Sus ropas eran por lo general de color verde olivo, gris, o bien de camuflaje; el fusil más común, AK-47, pero tenían armamento de todo tipo, fundamentalmente de la era soviética.

Es impresionante la cantidad de iglesias ortodoxas que ves en casa uno de los pueblos que median entre el paso fronterizo de Medyka y la ciudad ucraniana de Lviv. Son pueblos pequeños, con cierta apariencia industrial, donde aún encuentras monumentos brutalistas de la era roja. Por lo demás, la arquitectura es presoviética casi en su totalidad. En cambio, a medida que nos acercábamos a Lviv, comenzamos a ver más de edificios de la época del Imperio rojo.

Luego de varias horas llegamos al parqueo de un centro comercial donde nos estaban esperando. Los cinco vehículos estacionaron uno muy cerca de otro, y enseguida aparecieron otros dos Van de los cuales bajaron varias personas vestidas de civil. Las prendas eran invariablemente de tonos vivos y predominaban el azul claro y el amarillo: los colores de la bandera de Ucrania. (Pronto comprendería que muchas personas vestían así en señal de unidad y orgullo nacional). Eran voluntarios que trabajaban para el ejército ucraniano. Ejercían como enlaces hacia la guerrilla para esas donaciones provenientes del exterior. En menos de cinco minutos descargaron y redistribuyeron todo el contenido de cada camioneta.

Un joven de unos 30 años, con abrigo amarillo y blue jeans, nos explicó en inglés que cada vehículo ya tenía un destino, y que ellos se encargarían de conducirlos hasta aquellas ciudades todavía no ocupadas por las tropas rusas.

Una de las coordinadoras de la entrega de los autos y las mercancías tenía a su perro consigo, y nos explicó que desde el comienzo de la guerra todo lo hacía con su mascota. Le resultaba muy difícil dejarlo en casa sabiendo que en cualquier momento podía comenzar un bombardeo. Cuando eso ocurriera —y, por supuesto, todos daban por seguro que la guerra llegaría a Lviv—, ella quería estar junto a su perro.

Fue la historia de esa voluntaria y su perro lo que primero me hizo reparar en el hecho de que aquella no era una ciudad en paz. Persistía una apariencia de normalidad, pero la guerra no estaba lejos. La urbe seguía moviéndose. Quizá muchas de las fotos que hice en Lviv, descontextualizadas, no muestren una nación, Ucrania, que estaba (está) bajo ataque integral de una potencia vecina.

Más tarde otra voluntaria, de ascendencia italiana, me dijo que convenía pretender que todo era lo más normal posible. Además de ser un sitio de paso casi obligado para cientos de miles de refugiados con destino a Polonia, Lviv era una ciudad vital para el abastecimiento de las guerrillas y el ejército regular. Buena parte del dinero (todavía) recaudado por los negocios locales se usaba para adquirir bienes en los países fronterizos. Por último, estaba el factor psicológico, las reservas emocionales: los ciudadanos necesitaban ocupar sus mentes y sus días en algo que no fuera esperar la caída del primer misil.

Una vez nos despedimos de cada miembro de la caravana, marchamos hacia el centro de la ciudad. Pude ver una Lviv serena. Mucha gente en las calles, los negocios abiertos. Excepto la venta de alcohol todo funcionaba como antes de la invasión rusa.

Llegamos a una plaza donde las estatuas estaban cubiertas con mantas. De alguna manera intentaban protegerlas en caso de bombardeo o incursión enemiga. Una iglesia estaba siendo cubierta con planchas de metal, como hacemos con las ventanas de casa antes de un ciclón. Cada vitral, cada escultura, cada adorno en cada puerta o columna quedaría debajo de improvisadas capas de tela y plástico, lo cual me hizo recordar que no llevaba chaleco antibalas. Pero ya en ese momento estaba convencido de que no vería la guerra en esta ocasión.

Lviv entera se preparaba para la guerra, pero sobre todo apoyaba a otras ciudades y regiones del centro y este del país: recaudando dinero, tejiendo mallas de camuflaje, enseñando a los más jóvenes técnicas de primeros auxilios (desde torniquete hasta costura quirúrgica) o cómo armar y lanzar un cóctel molotov.

A fines de marzo, caminabas por las calles de Lviv y era como cualquier otra ciudad europea. Y de pronto entrabas en un sitio donde se impartían clases de manejo y limpieza de armas, se confeccionaban de accesorios militares, preparaban raciones de comida… En cada lugar al que fui encontré mujeres, ancianos y niños haciendo sus labores, tocando música… Los hombres ya estaban en los frentes de combate.

Había tristeza. Si te detenías a observar podías notar el frío, el gris constante. Aquellas melodías, cierto letargo en los rostros, los gestos en cámara lenta. La normalidad estaba cargada de dolor y de miedo. Lo notaba en los jóvenes. En los viejos aquella sensación parecía duplicarse, como si, con la edad, se multiplicara sobre aquellos cuerpos la fuerza gravitatoria del desastre.

En la ciudad había varios puntos de salida hacia la frontera polaca. Un constante entrar y salir de autos en busca de futuros refugiados. Los voluntarios estaban dispuestos tanto a trasladar personas hasta la línea fronteriza como a buscar cajas de donaciones. «Esta guerra nos ha unido», me dijo un chofer a quien no habían reclutado debido a una lesión en la columna vertebral que le impedía estar de pie o caminar durante largo tiempo. El hombre decidió entonces inscribirse como voluntario. Dos o tres veces en cada jornada, hacía la ruta de ida y vuelta entre Lviv y Polonia.

El chofer se ofreció a llevarnos de regreso a Medyka. Ya era de noche y no había manera de conseguir un lugar para dormir. Pese al toque de queda imperante, los documentos —incluidas nuestras credenciales de prensa— garantizaban que pudiéramos estar fuera después de las 11:00 p.m. Otro Van. Esta vez éramos solo tres y el chofer. Ya sabíamos que no nos cobraría, pero le ofrecimos dinero a manera de donación para gasolina y otros gastos, lo cual sí fue aceptado por el conductor.

El Van apenas tenía cristales para ver hacia afuera, y los poco que tenía estaban empapelados de negro. En ocasiones el chofer se comunicaba por radio. Una de las colegas nos traducía del ucraniano. Llevábamos más de la mitad del camino recorrido cuando su conversación se hizo más exaltada; pronto supimos que la fuerza aérea rusa estaba bombardeando bastante cerca. Intenté conseguir más información, y solo obtuve un vago comentario: «Están bombardeando a siete minutos de acá». Otra vez recordé que no llevaba chaleco antibalas, pero me reconfortó el hecho de que en este caso no haría diferencia alguna. Recordé además las estatuas cubiertas de Lviv, y recordé a cada una de las personas que había conocido en aquel corto viaje.

Continuamos en silencio. Durante casi una hora solo escuché el sonido ronco del motor y los golpes en cada bache del camino.

Epílogo

Dejamos el bombardeo atrás y llegamos a la frontera ya entrada la madrugada. Unas dos mil personas esperaban ser procesadas por las autoridades polacas. Mostré mis documentos y pasé bastante rápido. Los ucranianos demorarían más. Una vez en Polonia guardé mi credencial de periodista y mi cámara. Volví a unirme a los voluntarios. Había mucho frío y nos pasamos las siguientes horas repartiendo mantas a los refugiados que acababan de ponerse a salvo de este lado de los acontecimientos.